Un olor nauseabundo invadió mis fosas nasales. Mezcla de sudor y humedad. Por un momento no pude percibir ningún otro aroma. Apenas un ventilador sucio intentaba remover un aire completamente viciado.
El reloj marcaba las 13.30, sólo disponía de media hora para comer antes de entrar a trabajar. Una seudo cantina subterránea de la Línea C resultó la mejor opción para intentar engañar el estómago. Todos los visitantes estábamos de paso.
El paisaje era monótono y desagradable. Sólo se escuchaban murmullos. La gente caminaba de un lado hacia el otro sin parar en ningún lugar. Subían y bajaban escaleras, corrían y se chocaban sin detenerse a pedir disculpas.
En el puesto de comidas la situación era exactamente igual con gente que hacía largas filas que avanzaban lentamente para intentar comer un menú que no escapaba de las hamburguesas o los panchos. Había poco tiempo para elegir. Las banquetas del lugar eran pocas para la cantidad de personas que había por lo que encontrar un asiento era para privilegiados. Aquellas que podían sentarse se amontonaban casi chocándose con los codos resignando comodidad y espacio.
Un señor que esperaba su pedido miraba hacia todos lados. Su rostro fresco no aparentaba más de 40 años. Se encontraba sentado en uno de las pocas banquetas porque seguramente había llegado temprano. Estaba con un elegante vestido de traje gris y corbata azul marino. El refinado vestuario no hacía juego con la rusticidad del lugar, las paredes húmedas y el techo resquebrajado.
En un momento del almuerzo, el hombre se dio vuelta hacia un costado, apeló a la solidaridad y le pregunto a la persona más cercana: “¿Te dieron servilletas? ¿Me podrás compartir alguna?”. Pero fue como si le hubiera hablado al aire. Sus palabras retumbaron en el ambiente pero no tuvieron repercusión. Ese comensal nunca giró la cabeza ni esbozó ningún gesto que indicara una respuesta. Nunca atinó a responderle, sólo se limpio las manos y continuó comiendo como si no hubiera escuchado nada.
La espera termino. El hombre recibió el pedido en una monótona bandeja marrón oscura y se puso a comer casi sin respirar. No había segundos para derrochar.
De pronto, todos éramos como Winston, el personaje estelar del libro 1984 de George Orwell. No era el gran Hermano, la telepantalla ni un estado totalitario sino el tiempo que nos controlaba y nos hacía sus esclavos. Estábamos bajo el dominio absoluto de él que no nos dejaba otra posibilidad. Ni siquiera la cantina encontrábamos un espacio para distendernos y poder comer.
El contexto tampoco ayudaba. No había tiempo para reflexiones porque ahorrar segundos resultaba la única opción. Había que desalojar las sillas lo más rápido posible. Esa parecía la alternativa de toda esa gente que al igual que Winston intentaba pensar aunque en ese contexto fuera matemáticamente imposible.
Una señora que se encontraba comiendo en el lugar manchó de mostaza a otra que se encontraba a su lado. Pero no se disgustó por la situación. A diferencia de las dos personas anteriores, ellas se encontraban paradas pero poco les importaba. Se reían y hablaban como si estuvieran almorzando en el mejor local gastronómico del mundo al lado de personas respetadas o del ambiente del espectáculo.
Aquel primer hombre de traje seguía mirando la escena. Sus ojos demostraban disgusto. Cuando terminó de comer su hamburguesa completa, se levantó del asiento e inmediatamente una persona que lo esperaba detrás pasó a ocupar su lugar. Subió las escaleras y ya en la calle paró el colectivo 12 y se subió apresuradamente. Los segundos corrían, no había tiempo que perder.
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